Ahora que se acaba este año par (los pares siempre son los malos), y al hilo de este amanecer con nubes espectaculares, me da por contaros una batallita, pero como no he vivido una guerra, os cuento una traducción (¿será esa la fórmula en mi vejez y recordaré sólo lo traducido? Mmm, no me desagrada la idea). Se trata de la Guía del observador de nubes de un tal Pretor-Pinney, un libro delicioso que no sólo te enseñaba a reconocer y clasificar nubes, sino que incluía preciosos pasajes sobre su papel en el arte, en la literatura, en la mitología, en la historia. También regalaba jugosas anécdotas, como la del piloto que tuvo que eyectarse de su avión y cayó dentro de un descomunal cumulonimbo, que lo zarandeó durante más de media hora antes de soltarlo hecho un guiñapo (¡pero vivo!). Me gustó tanto ese libro que me hice socia del curioso club de apreciación de nubes de Pretor-Pinney (soy la 11.541, y ya son casi sesenta mil), y aún recibo unos correos deliciosos con fotos de La Nube del Mes y propuestas de apasionantes viajes para contemplar nubes por el ancho mundo (prohibitivos, por cierto).
Recordar ese libro me lleva inevitablemente a pensar en Montse Gurguí, gran traductora y amiga, pero también gran fotógrafa y apasionada de la meteorología (seguro que muchos recordaréis sus partes cotidianos desde la playa de Canet). No sólo era socia también del club de nubes, sino que en más de una ocasión había ganado con sus fotos el premio de La Nube del Mes. A ella también le apasionaba la poesía de las nubes, y le encantaba ese libro que las ensalzaba y te animaba a alzar la vista y maravillarte ante su efímera belleza y a vivir con la cabeza en las nubes. Me gusta pensar que Montse sigue haciendo fotos por ahí arriba, seguramente desde la Nube Nueve (el equivalente anglo de nuestro séptimo cielo) y sin duda con Hernán y su eterna sonrisa de oreja a oreja en el algodonoso cúmulo de al lado.